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“El derecho y su Aplicación” por el Dr. Ricardo Guibourg

“El Derecho y su aplicación” por el Dr. Ricardo A. Guibourg.

Prólogo

                                                                                                                                   Dr. Leonardo Gabriel Bloise.

En lo personal es un honor formar parte del Instituto de Derecho Social y del Trabajo. En esta singular ocasión nos convoca la presentación de la página digital del Instituto, por lo que, a modo de celebración, hemos decidido solicitar a tres destacados referentes de este espacio que nos brinden sus reflexiones.

Es un privilegio ser una de las primeras personas que da con la lectura de los aportes de los

Dres. Marisa Braylan (Directora del Centro de Estudios Sociales de la DAIA), Ricardo Guibourg (ilustre filósofo del derecho y catedrático) y Héctor García (destacado jurista y actual presidente de la Asociación Argentina de Derecho del Trabajo).

En representación del Instituto de Derecho Social y del Trabajo agradezco especialmente las opiniones expuestas por estas destacadas personalidades, e invitamos a todos quienes visitan esta página para que disfruten del comienzo de la actividad académica de este sitio con la lectura de estos artículos.

Leonardo Gabriel Bloise

Secretario IDSyT

El Derecho y su aplicación”

                                                                                                                                          Dr. Ricardo A. Guibourg.

Las oportunidades de comunicación son siempre bienvenidas. El Instituto de Derecho Social y del Trabajo presenta ahora su página y es un privilegio colaborar en ella, a favor del vínculo que esa institución mantiene con diversas ramas del derecho.

Como miembro del Instituto de Derecho Social y del Trabajo, quiero aprovechar esa oportunidad para formular algunas reflexiones que afectan los dos lados de aquella relación. Me refiero a la técnica legislativa.

En efecto, en nuestros días prevalece una insistente inquietud acerca de cómo obtener mayor y mejor justicia para cada conflicto particular. Esa inquietud es sin duda plausible y digna de todo apoyo; pero sus efectos se vuelven contraproducentes si, al plantearla y ponerla en práctica, no se atiende a las condiciones reales en las que los conflictos se desenvuelven dentro de la sociedad.

Digámoslo así. En la antigua Roma, los conflictos realmente regidos por el derecho eran pocos: los esclavos no eran personas y la mayoría de los plebeyos no tenía bienes ni instrucción, de modo que la invocación de las leyes y el acceso a la justicia estaban reservados a una minoría, capaz de litigar por una medianera o por un derecho sucesorio. En esas condiciones nació el concepto de in integrum restitutio, que propone reparar por completo el perjuicio causado por un hecho ilícito de cualquier naturaleza. Hasta el último sestercio y con intereses y costas, según la acreditación concreta del daño o, en su defecto, según una estimación que se juzgase adecuada.

Pero el tiempo pasó, el mundo se hizo más amplio y, especialmente, las sociedades se volvieron más igualitarias. El derecho se convirtió en algo relevante para casi todos y ciertas ramas del derecho, en especial, se constituyeron en derecho de masas. Esto es lo que sucede con el derecho del trabajo: casi toda la población del país se ve afectada por él, como trabajadores, como empleadores o – por intermedio de la seguridad social – como jubilados y pensionados. La ley necesita ser operativa para todos, rápidamente y en todo momento. Y esta necesidad requiere ser servida por varios métodos apropiados.

El primero de esos métodos se relaciona con la evolución de las actividades humanas en general. En la antigüedad, todos los bienes y servicios se producían artesanalmente: eran caros y a menudo lujosos. Desde hace un par de siglos, se hacen con técnicas industriales: se empezó por los textiles y poco a poco todos los productos fueron generados de esa manera. Desde la aparición de la informática, muchos servicios también se prestan por vía industrial y colectiva: apenas quedan algunos nichos artesanales, como los peluqueros y algunos sastres. Esta evolución tuvo algunos costos para el consumidor: es preciso elegir entre la variedad ofrecida y nadie puede encargar un televisor de tamaño intermedio, o un automóvil con techo de madera lustrada, ni una película “Casablanca” donde Ingrid Bergman se vaya con Humphrey Bogart. Pero, a cambio de eso, el acceso a bienes y servicios se ha ampliado de una manera exponencial y la vida se ha hecho más cómoda para (casi) todos. Por esta vía, la oferta de bienes ha satisfecho la demanda y, si queda demanda insatisfecha, es porque a su vez ha contribuido a ampliarla por la propia conciencia de ese acceso.

En el derecho, en cambio, casi nada de todo eso ha sucedido y estamos, desde el punto de vista de la estructura de su práctica, como en la época de Justiniano. Los abogados atienden a sus clientes al modo artesanal (aunque con facilidades informáticas que fomentan el “cortar y pegar”), y los jueces examinan causa por causa individualmente, siguiendo a pies juntillas el principio según el cual cada proceso es un mundo aparte.

Afortunadamente, el derecho del trabajo nació bastante apegado a la técnica de la tarifa. En épocas de las leyes 9688 y 11.729, accidentes y despidos daban lugar a indemnizaciones perfectamente calculables por cualquiera de las partes, de modo que – dadas las condiciones de hecho – no había lugar para especulaciones ni tampoco para la intervención de los magistrados, a menos que el obligado no pagase.

Pero la situación ha cambiado. Las tarifas perdieron consenso durante épocas inflacionarias, en las que disminuían su valor real – por falta de oportuna actualización – hasta límites a veces ridículos. Pero, además, vivimos una suerte de civilización de todo el derecho, en gran parte sobre el modelo del derecho de daños estadounidense, de tal suerte que cualquier resarcimiento que no sea réplica exacta del daño material y moral sufrido por el afectado nos parece intolerablemente inadecuado. Así, las leyes están cada vez más pobladas de consideraciones y salvedades que requieren estimación prudencial (que es como llamamos a la estimación arbitraria cuando estamos de acuerdo con ella). Y los interesados se ven literalmente impulsados por la ley a recurrir a las decisiones judiciales.

Esa actitud tiene dos inconvenientes. El primero, que no hay un modo unívoco de calcular el daño (y especialmente el moral), de modo que el responsable del resarcimiento y su beneficiario estiman inevitablemente su monto en cifras muy disímiles. Otro tanto puede decirse del proceso penal, donde el fiscal y el defensor, aun frente a una culpabilidad probada, diferirán seguramente en lo que juzguen la sanción adecuada.

El otro inconveniente, derivado del primero, es que el método artesanal no permite a la oferta de justicia hacer frente al incremento de la demanda. Los tribunales están repletos de litigios que no alcanzan a tramitar y resolver (como sucede en estos momentos en la justicia laboral) y, como resultado, la búsqueda de justicia perfecta para cada caso redunda en la ausencia de decisión oportuna para casi todos los casos. Frente a esta realidad, suelen pensarse remedios ineficaces. Uno es acortar los plazos procesales, cuyo problema no es su duración sino su incumplimiento por razones de sobrecarga. Otro, propugnar modificaciones procesales como el juicio oral, sin tener en cuenta que la demora en la vista de causa puede hacer el proceso más largo e incluso el resultado más aleatorio, por pérdida de constancias y desvanecimiento del recuerdo de los testigos. Un tercero, incrementar el número de tribunales, sin darse cuenta de que – como alguna vez ocurrió con la industria – el aumento de una oferta largamente sobrepasada por una demanda autorreprimida tiene por efecto la manifestación de esa demanda y un mayor desafío a la nueva oferta. Los sistemistas llaman a este proceso realimentación positiva: una espiral expansiva que termina en la implosión del propio sistema.

Tal vez sea llegado el momento de tomar el problema por el otro extremo: actuar sobre la demanda de justicia para disminuirla. Pero no, desde luego, restringiendo el acceso, sino dando a los ciudadanos elementos que, en la mayoría de los casos, permitan la autoaplicación del derecho sin necesidad de recurrir a un juez que interponga sus estimaciones personales. Para tender a este objetivo tenemos a nuestra disposición algunos medios, pero es preciso que nos atrevamos a usarlos.

El primero de esos medios es revertir la tendencia de nuestra técnica legislativa. En lugar de proclamar derechos, lo que a menudo sirve como placebo en un medio donde no se los cumple, establecer prioritariamente las obligaciones capaces de satisfacerlos, lo que permitiría garantizarlos con mayor eficacia y mejor sinceridad. En lugar de someter las condiciones y las consecuencias de cada norma legal a la discreción judicial, lo que impulsa a las partes a litigar, precisar mejor las condiciones y – en lo posible – tarifar las consecuencias, de tal modo que las partes en conflicto conozcan de antemano sus derechos y sus obligaciones y la población en general goce de mayor seguridad jurídica.

El segundo de aquellos medios es poner mejor cuidado en la selección de los jueces. Desde la creación del Consejo de la Magistratura por la Constitución de 1994, la pretendida despolitización del tema ha ido desvaneciéndose; la excesiva representación legislativa y ejecutiva, así como la inaceptable politización de las representaciones judicial y profesional han convertido los concursos de oposición y antecedentes en una trágica burla, en la que los padrinazgos han venido contando mucho más que las capacidades. Otro tanto puede decirse de la destitución de magistrados, tema en el que trascienden cálculos y negociaciones políticas completamente incompatibles con la seriedad de una cuestión tan vital.

El tercero es examinar con mayor realismo los procedimientos. Las tendencias que se esgrimen como grandes principios del derecho procesal son individualmente inobjetables, pero en su conjunto parecen dirigidos a regir en condiciones ideales. Si se examina desapasionadamente la relación actual entre oferta y demanda de justicia, y se la compara con la relación entre el presupuesto disponible para ese fin respecto de la totalidad de la realidad fiscal, y con el número y la calidad de las personas con las que se cuenta, podremos calcular el modo de aplicar los recursos del modo más eficiente para satisfacer una demanda de justicia que en nuestros días se muestra hipertrofiada por obra del propio Estado.

En resumidas cuentas, muchos problemas del derecho del trabajo son una especie de un género más amplio, regido a su vez por la interpretación que hagamos de los textos constitucionales. Y una visión interdisciplinaria de esos problemas, que incluya la economía, la política fiscal, la revisión del derecho procesal y la mejor comprensión de los fenómenos sociales y políticos, podría conducirnos a una bienvenida razonabilidad en la solución de los conflictos en los que todos los ciudadanos estamos empeñados.

Ricardo A. Guibourg.

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